sábado, 26 de abril de 2014

Relato - Inmortalidad

 
Sé quién soy. Mi nombre es Walter James Montgomery. Nací en Norfolk, Nebraska, el siete de abril de 1970. He llevado una vida bastante tranquila, intentando no molestar a nadie, mientras trataba de cumplir los objetivos que me iba proponiendo en la vida, que tampoco eran demasiado ambiciosos. Me casé hace casi veinte años con mi novia del instituto, Mary Ann, y tenemos dos preciosos hijos.
Yo… sabía quién era. Y, de repente, todo cambió.
No me llamo Walter, ni nací en 1970. Jamás he pisado Norfolk, ni me he casado, ni he tenido descendencia.
Una vez escuché (no, no lo hice, en realidad) una reflexión que me produjo cierta angustia: «¿y si el mundo no existe? ¿Y si todo es un sueño?».
El mundo, mi mundo, es un sueño. Lo más aterrador, sin embargo, es que no soy yo el que está soñando. Tan solo formo parte de un elaborado escenario surgido de la mente de alguien; de una persona que está a punto de despertar y, cuando abandone el mundo onírico, todo se esfumará para siempre.
Si lo piensas bien, es peor que la muerte. Nadie llorará por mis hijos ni por mi esposa; nadie recordará siquiera que existieron, que hemos existido, que teníamos sueños, esperanzas e ilusiones, que sentíamos el ansia de vivir, que sufríamos y que disfrutábamos.
Que éramos reales.
Aunque mi vista se nubla, soy consciente de cómo todo desaparece ante mí. Mi propia mente no es capaz de retener las imágenes de mi vida. Cada vez me cuesta más recordar dónde o cuándo nací, o si tengo familia. Siento un fuerte dolor en la cabeza, como un picoteo que aumente en intensidad y me hace acabar de rodillas sobre el frío suelo.
No sé quién soy. No sé quién era. La misma realidad parece rasgarse, partirse en dos, y alcanzo a vislumbrar otro mundo. Las trompetas del apocalipsis retumban en mis oídos, y sé (lo sé) que todo ha llegado a su fin.
Sé quién soy. Mi nombre es Laura Escudero. Nací en Madrid hace veintitrés años. Siempre he querido ser escritora —incluso sin tener del todo claro qué significa serlo— y, por fin, tengo una historia que quiero contar. Que necesito contar.
Apago el despertador y salto de la cama en busca de un cuaderno y un bolígrafo. He de darme prisa y escribir antes de que se desvanezca de mi mente. Contar la historia de Walter James Montgomery, de Norfolk, Nebraska.
Un efímero sueño está a punto de alcanzar la inmortalidad, negro sobre blanco.

lunes, 7 de abril de 2014

Opinión - Microteatro


Aunque ya había escuchado esto del microteatro, hasta hace unos pocos días no me decidí a asistir a una de estas cortas funciones. ¿Cuál fue mi impresión? En estas líneas intentaré explicar, lo mejor que pueda, qué me pareció.

Lo primero que me llamó la atención fue la increíblemente alta afluencia de gente, máxime teniendo en cuenta que la capacidad de cada una de las cuatro salas no era muy superior a las diez personas. Bien es cierto que se realizaban seis funciones consecutivas.

En fin, que pago los cuatro euros, y ya tengo mi entrada. ¿Ahora qué? Dada la alta afluencia de gente, y la necesidad de tener que esperar hasta que avisaran de la función en la zona de la entrada, lo primero que tocaba era pasar calor y un cierto agobio. Bueno, bien, solo son diez minutitos…

Por los altavoces se escucha la llamada para los espectadores de la sala 3. Nos ponemos en movimiento, descendiendo las escaleras y, tras pasar junto a dos salas más (lo admito: las cortinas que se encontraban en el exterior y lo angosto del recorrido me hicieron pensar en burdeles, o en fumaderos de opios en la Inglaterra Victoriana), llegamos a nuestro destino.

Más o menos, seis taburetes. Más o menos, doce personas. Sí, me tocó estar de pie, apoyado en la pared, y con poco espacio a mi alrededor. De momento, la cosa no iba muy bien, tengo que admitir.

Comienza la obra, Llamas. Una historia dramática con toques humorísticos que van diluyéndose conforme avanza, tomando cada vez más fuerza la parte dura y trágica. La excelente interpretación que Antonia Paso —hija del célebre dramaturgo Alfonso Paso— realiza como protagonista, consigue que en pocos minutos (pues la obra no dura ni un cuarto de hora) el público se introduzca dentro de su vida: una vida de sombras, con pequeñas luces que no consiguen alumbrar completamente los recovecos de su existencia.

Tras escuchar toda mi odisea os preguntaréis si mereció la pena o no. Para mí, sí. Aunque admito que no para ir todos los fines de semana.


Para que os hagáis una idea, podríamos decir que el microteatro es al teatro lo que el relato (o el microcuento) es a la novela. ¿Mejor? ¿Peor? Es cuestión de gustos, claro. Lo mejor es buscar, comparar y, si encontráis algo mejor… ¡a por ello!

sábado, 5 de abril de 2014

Relato - Un bar (así soy)

Luis se encontraba frente al bar, pensando en qué decir al entrar. Hacía ya tres años que iba allí a comer, día tras día; sin embargo, aquella sería la última vez.

–¿Luis? ¿Qué haces ahí fuera? ¡Entra, hombre!

El dueño del bar, Simón, observaba a su cliente desde la barra, mientras colocaba los vasos en uno de los mostradores. Luis le respondió con una sonrisa sin alegría y se dirigió lentamente hacia él.

–Simón, tenemos que hablar –dijo–. Es sobre tu bar.

Simón, que además de regentar el establecimiento se dedicaba a preparar y servir las comidas, dejó lo que estaba haciendo y salió al encuentro de Luis. Se sentaron en una de las mesas, ambos con expresión sombría.

–Creo –continuó Luis– que ya te llevo diciendo hace tiempo lo que deberías hacer. Aun así, no me has querido hacer caso.

–Pero Luis –respondió el otro con rapidez–, si es por las patatas...

–No son solamente las patatas; es todo. El bar sigue tan oscuro como hace tres años, cuando vine por primera vez. No te habría costado mucho añadir alguna luz más, digo yo.

–Tienes razón, Luis –Simón bajó la cabeza–. Debería haberte hecho caso.

–¿Cuántas comidas te he pagado? Y todavía sigues haciendo los filetes a tu gusto, y no al mío. De las patatas ni hablemos. Ni siquiera has cambiado el vino, a pesar de mis múltiples quejas. ¿Cómo esperas que siga viniendo aquí?

Simón se levantó y, quizá por la mención, se sirvió una copa del famoso brebaje. Dio un trago antes de contestar.

–Dime una cosa: ¿por qué sigues viniendo aquí? –preguntó Simón–. No te gusta mi comida, mi vino, mi local... ¿Por qué regresas cada día?

–¿Por qué? Porque desde que te conocí me caíste bien. Porque pensé que cambiarías y seguirías mis consejos. Porque quería darte una oportunidad. He de reconocer que, por otra parte, tu café es de los mejores que he probado.

–Si es así, ¿por qué no te conformaste con venir a tomar café? –dijo Simón, dando un nuevo trago al líquido carmesí–. Igual nos habríamos visto, y no tendrías tantas recriminaciones que hacerme.

–¡Recapacita, Simón! –exclamó Luis– Si no viniera a comer todos los días, tu negocio se habría hundido hace tiempo. Tal como cocinas, nadie querría almorzar aquí.

Simón dejó la copa sobre la barra y regresó a la mesa.

–No digo que no tengas razón –admitió–, aunque, en cualquier caso, eso sería problema mío. Mira, Luis, si no te gusta cómo cocino, el vino que elijo, la iluminación que tengo puesta, no vengas más; pero no me exijas que cambie cómo es mi bar. Porque es mi bar, Luis. Y a lo mejor en un mes, en un año, tengo que cerrarlo, o quizá quemarlo. Pero es mi bar, Luis, es mi bar.

Luis se levantó de la mesa y, sin cruzar la mirada con Simón, dejó el lugar. Simón miró cómo se alejaba, mientras una tímida lágrima pareció querer salir de su ojo derecho, sin llegar a conseguirlo. Regresó de nuevo tras la barra, a seguir colocando los vasos. Antes de terminar de hacerlo, volvió a servirse una nueva copa de vino. De su vino.

En su bar.