lunes, 11 de noviembre de 2013

Relato - El miedo y la muerte

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Puede ser que todo ocurriera de golpe, sin avisar. Quizá fuera un proceso de semanas, o incluso de meses. La verdad es que yo, al menos, no lo sé. 

Llevaba casi dos semanas recluido en casa, la mayor parte de ellas por culpa de un esguince que me hice mientras jugaba un partido de fútbol; un pequeño tropiezo que me supuso diez días de descanso, lo admito. Disponía de suficiente comida como para no tener que pedirle a ningún vecino que me trajese algo, y tampoco contacté con mi escasa familia en pos de que no se preocuparan por mí. 

Apenas encendí la televisión en ese tiempo, ni tampoco la radio. Preferí leer, descansar y seguir escribiendo una pequeña novela que había comenzado varios años antes. Mi casi total aislamiento no me permite discernir el origen de aquel mal que se iba extendiendo con mayor rapidez que la mítica peste negra. 

Recuerdo haber escuchado el fragmento de una noticia que ya hablaba de eso. No presté mucha atención, claro. ¿Quién lo hubiese hecho? 

Oigo cómo golpean y arañan la puerta de entrada con un ansia inhumana –pues nada humano existe en las criaturas que se encuentran al otro lado–, gritando, gimiendo…, deseando convertir mi cuerpo en un amasijo de carne, sangre y huesos. Casi quisiera que lograran atravesarla y me alcanzasen.  Así la angustia acabaría. 

Por un instante, el teléfono parece emitir un breve sonido, como si en cualquier momento alguien fuese a llamar. Pero no sucedería; las líneas telefónicas y eléctricas hace dos días que no funcionan. 

Soy un cobarde, lo admito. De no serlo, ya me habría cortado las venas con un cuchillo de cocina, o me encontraría colgando de una soga en el salón. Aunque estoy convencido de que, si tuviese alguna pistola, me habría volado ya la tapa de los sesos. 

La puerta cruje, aparentemente incapaz de soportar durante mucho más tiempo el envite de las abominaciones. Quiero que todo acabe. 

Entro en el baño y pongo el pestillo. No es que sea una formidable barrera, de eso me doy cuenta. Miro a mi alrededor, buscando algo que me sirva para huir… de una forma o de otra. 

Y no hay nada. 

Cruzan la entrada, buscándome. Olisquean el aire, como perros de presa, y no tardan en llegar ante la débil barrera tras la que estoy. Sé que me quedan segundos. 

La puerta estalla. 

Cuando los veo, todo llega a mi mente de golpe. Hace dos semanas desde que me encerré en casa, sí… Y hace dos semanas desde que morí. Luego, como tantos otros, regresé a la vida –o a algo muy similar– e intenté retomar mi rutina. Ojeé libros que no podía leer, escribí garabatos en lugar de palabras, y lloré sin lágrimas por mi humanidad perdida. 

Si fue el hambre, la desesperación o la soledad lo que me hizo olvidar todo, eso no sabría decirlo. La realidad –mi percepción de la realidad– se alteró tanto que veía a los hombres como monstruos, y a los monstruos, a mí, como hombres. 

Me parece reconocer al individuo que encabeza la comitiva: Thomas Yeats, del cuarto.  Lleva un hacha cubierta de sangre, que levanta sobre mi cabeza. Todo va a terminar, por fin. 

–Gaaaaah… –digo, en un inútil intento de agradecer su inminente acción. 

El hacha cae. Mi cráneo se parte en dos, y yo estoy muerto –definitivamente muerto– antes de tocar el suelo. 

Ya no tengo miedo.

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