(Ir al capítulo 5)
El habitual sonido del timbre despertó a la mayoría de los enfermos esa mañana, aunque ese no sería un día como todos los demás. Skinner y Estrada ya se encontraban en pie, expectantes; Camporro, por otra parte, seguía bajo el efecto de los fuertes calmantes que le administraban cada noche.
Si bien sus cuartos no se encontraban contiguos, habían ideado un revolucionario sistema de comunicación usando un par de cuerdas y unos cuantos envases de yogur. Mientras Skinner sostenía uno de los envases junto a su oreja, el opuesto se encontraba cerca de la boca de Estrada, que se dispuso a hablar.
—¿Cuándo comenzará todo? —preguntó.
—Pronto, cuando “El Búho” empiece con lo suyo. ¿Has contactado con Camporro? No consigo hablar con él.
—¿Para qué le necesitamos? —dijo Estrada—. Joder, después de la paliza que le dieron ya no es el mismo.
—Lo sé —admitió Skinner—, pero es imprescindible que vayamos los tres al NavaCon.
Al otro lado del improvisado teléfono, Estrada asintió como si se encontrase en la misma habitación que su interlocutor, el cual tomó su silencio como un consentimiento. Justo en ese instante se escuchó una voz en el pasillo, haciendo que ambos se acercasen hasta la puerta y observasen por la estrecha mirilla.
Allí estaba. Gritaba a pleno pulmón, nombrando uno a uno los libros que, según él pensaba, había leído y reseñado. Cada tres o cuatro títulos hacía un inciso para describir el contenido del texto, si bien en la mayoría de casos no guardaba ninguna relación con el argumento real, sino que toda la trama surgía de su mente trastornada.
—¡Novela merecedora del Pulitzer! —gritaba, tras nombrar las 50 Sombras. En ocasiones nombraba libros como El Quijote o Viaje al centro de la Tierra, recomendando asistir a las presentaciones que los autores estaban organizando.
A la vez que caminaba y gritaba, también se dedicaba a descorrer algunos cerrojos, permitiendo que los enfermos más agresivos salieran de sus cuartos. El celador que le había sacado a pasear —un recién llegado, como ya sabía Skinner— solo se llevaba las manos a la cabeza e intentaba cerrar las puertas que el otro iba abriendo, aunque en algunas ocasiones era ya tarde y su ocupante se hallaba en el pasillo. En cuanto escuchó el sonido del cerrojo, Estrada empujó con fuerza la puerta y se encontró frente a frente con el confundido celador.
—Oiga, tiene usted que… —Estrada sacó una pequeña vara de madera de su manga y golpeó al sorprendido trabajador, que no tardó en caer inconsciente al suelo. Tras ello, se encaminó hasta la puerta de Skinner y la abrió.
—Bien hecho —dijo Skinner, sin especificar si hablaba de su liberación o del noqueo al celador—. Vamos a por Camporro.
A pesar del alboroto, Camporro seguía acurrucado en su cama cuando llegaron, con el dedo pulgar de la mano derecha en la boca. Skinner se acercó a él y le propinó una fuerte patada en los riñones, que provocó el súbito despertar del otro.
—¿Qué…?
—¿Qué? ¡Que nos fugamos! ¡Venga, levanta! —exclamó Estrada. A Camporro aún se le veía aturdido y drogado.
—El camino hasta la lavandería debería estar despejado —dijo Skinner—. Desde allí podremos alcanzar la calle.
—No sé por qué no nos has contado el plan completo —se quejó Estrada—. Estoy deseando saber cómo lograremos escapar de aquí.
—Y lo verás, pero no podía arriesgarme a que os sacaran esa información mediante drogas. Vamos, aprovechemos antes de que los de seguridad aparezcan.
Cuando regresaron al pasillo, el caos había hecho acto de presencia. Los internos liberados habían liberado, a su vez, a otros, y los celadores que aparecieron al escuchar los primeros gritos ya habían sido reducidos. Seguridad aparecería en breve, así que no perdieron el tiempo en observar la escena en profundidad, sino que tomaron el pasillo de la derecha, abrieron la puerta de emergencia y empezaron a descender las escaleras que llevaban a la lavandería.
—Me duelen los riñones —dijo Camporro en un momento dado. Estrada sonrió sin decir nada y Skinner miró hacia la ventana de la lavandería, ignorando el comentario.
—Preparaos. —Skinner se agazapó tras una plancha industrial y movió el brazo indicando así al resto que se cubrieran también. En pocos segundos, una fuerte explosión hizo temblar el edificio. Tras la inicial nube de humo, pudieron ver que la ventana había desaparecido, al igual que media pared.
—¿Estáis esperando una invitación? —dijo una voz en el exterior—. ¡Corred, antes de que se den cuenta!
Estrada salió el primero, seguido de cerca por un confundido Camporro. Skinner se tomó su tiempo, echando un vistazo a su alrededor con mirada triunfante.
—¿Vienes o te quedas, Skinner? —dijo la voz.
—Voy, Anxo —respondió—. Buen trabajo, por cierto.
Los periódicos del día siguiente hablaron del motín en el Asilo Arkham, aunque sus nombres aparecieron como posibles víctimas, no como internos fugados. Así lo comprobaron mientras apuraban sus cafés en el Troismen.
—Perfecto —dijo Estrada—. Nos creen muertos.
—Pero, ¿no es peligroso que vayamos a ese NavaCon? —preguntó Camporro—. O sea, allí descubrirán que hemos huido, ¿no?
—¡Silencio! —gritó Skinner, golpeando la mesa—. Todo va según lo previsto, y estaremos el sábado 28 de mayo en el NavaCon dando una charla literaria y firmando libros; no hay más que hablar.
—He escuchado que las hermanas Azpiri estarán allí. —Estrada pareció sacar el tema para calmar los ánimos—. Y habrá torneos de Magic, Cosplay y cosas de esas. Me pregunto si se jugará también al Catán.
—¿Magic? —Camporro se olvidó de sus preocupaciones previas al escuchar esa palabra—. Vaya, pues me llevaré mis cartas.
Skinner no dijo nada más. Solo se frotó los ojos, se giró hacia el camarero y, chasqueando los dedos, pidió un Sol y sombra.